domingo, 4 de mayo de 2014

Cosas del día a día


-Me queda corto.

-Ya, ya. Lo estoy viendo. ¿Cómo demonios puede ser que te quede corto?

-Has dicho la palabra con D. Eso no se hace.

-¿Quieres saber qué es lo que no se hace? Crecer tanto. ¿Quién te ha dado permiso para que lo hagas, por cierto?

La no tan pequeña niña apoyó sus no tan pequeños puños sobre sus caderas cubiertas de satén rosa y comenzó a golpetear su no tan pequeño piececito, mientras la miraba con la expresión con la que los adultos miran a los niños caprichosos.

-Mamá…

Nessa suspiró y tomó el lápiz para cambiar las medidas en el boceto del vestido de cumpleaños de su hija.

-Ya, ya, estoy modificando todo. De todas formas, no entiendo por qué creces tanto o a quién sales tan alta. Y ya que estamos, podríamos cambiar los colores. ¿Qué te parece el color lavanda? ¿Dorado? No, amarillo. Estarías preciosa de amarillo, con ese precioso pelo que tienes, harías honor a tu nombre, Sunshine.

-Quiero que sea rosa, mamá.

-Rosa, rosa, siempre rosa. Hay infinitas opciones en cuanto a telas y colores, y siempre escoges que sea rosa y brillante. Haré dos vestidos, para que compares.

-No, mamá. Gracias, pero prefiero el rosa.

-Pero, Sunny…

-Rosa.

-Le gusta el rosa y encima tan terca. Definitivamente, no sé a quién sales.

Su pequeña no tan pequeña rió, con ese sonido que siempre le hacía pensar en campanillas y que le hacía doler el corazón de tanto amor, y corrió para abrazarse a ella, aferrándose a su cintura.

-Eres la mamá mas buena y hermosa del mundo –dijo y elevó su carita para brindarle una sonrisa a la que le faltaba un diente de leche.

-Sí, sí… y tú estás tan segura de que obtendrás lo que quieres –la tomó de debajo de las axilas para alzarla y acomodarsela en la cadera, y se dio cuenta de que cada vez le costaba más hacerlo. La besó en la mejilla-. Ahora ve y quítate ese vestido mal hecho, yo me pondré a hacer el nuevo.

-Iré a ver si Summer ya despertó –dijo, para bajar y salir corriendo hacia la puerta de su estudio.

-Sunshine –la llamó con tono serio, para asegurarse de que se detuviera-. No la despiertes, déjala descansar y ya podrás jugar con ella luego. Y quítate ese vestido antes.

-Sí, mamá –dijo antes de salir corriendo.

Nessa suspiró y volvió a sentarse frente a su atril de dibujo. Sabía que se quedaría junto a Summer y le susurraría y la acariciaría hasta que lograra despertarse. Pero al menos, también sabía que le haría caso en lo de quitarse el vestido mal hecho. Dios no permitiera que su pequeña fuera por ahí desarreglada. Al menos Sunshine jamás lo permitiría.

Faltaban veintiún días para el cumpleaños de su niña. Como en sus últimos tres cumpleaños, le diseñaba y hacía un vestido para su fiesta de cumpleaños, porque sí, era una maldita madre malcriadora, y seguiría siéndolo porque su hija no era insufrible ni maleducada, era una buena niña, amable, alegre y cariñosa y ella quería darle todo lo que tuviera y más también.

Así que este año, como en los anteriores, iba a hacerle su vestido. Pero esta vez, su ojo de diseñadora y modista había fallado, al ser influenciado por su ojo de madre, pensó mientras corregía su dibujo. Y ese ojo de madre no podía creer que su bebé hubiese crecido tanto. Seis años cumpliría y ella había fallado en calcular las medidas del largo de su vestido, porque para ella su bebé siempre sería una bebé pequeña, brillante y encantadora que usaba pañales.

Sólo que ya no los usaba. Iba al baño sola, se ataba las zapatillas y sabía dónde ponerse cada una de sus prendas. Incluso ya sabía leer y escribir. Porque tenía ya casi seis años.

Y eso hacía que ella quisiera tener un berrinche.

La puerta se abrió y una carita sonriente, a la que le faltaba un diente y también una muela, aunque esa no fuera visible, se asomó.

-Mamá, Summer está despierta.

Se giró en la silla para mirarla de frente y enarcó una ceja al preguntarle:

-¿Despertó o la despertaste?

La única respuesta que obtuvo fue una risa.

-Abusiva, como toda hermana mayor, eso es lo que eres. Y por eso, es que te tocará cambiarle los pañales –la señaló con un dedo amenazante al levantarse.

-¡No, mamá! –le dijo entre risas.

-Sí, mamá. Te lo buscaste –se acercó a ella y la tomó de la mano-. Aunque podría ser indulgente y librarte de ellos si accedes a cambiar el color de tu vestido.

Sunshine comenzó a balancear sus manos mientras caminaban.

-¿Podrías alcanzarme el talco, por favor?

lunes, 17 de febrero de 2014

Dos

El portátil emitió un “beep”, anunciando la llegada de un correo electrónico, pero no le prestó atención, no desvió la vista de su trabajo. Con un pincel fino, iba rellenando delicadamente la figura plasmada sobre el papel. Sin importar cuánto demorara, le encantaba trabajar con acuarelas, su carácter impredecible y sus tonos cambiantes eran lo más parecido a las telas reales, a los distintos tonos y colores que reflejaban cuando la luz se derramaba sobre ellas.


Iba con mucho cuidado, dando pinceladas muy suaves, haciendo movimientos en extremo cuidadosos y medidos, pues la seda blanca con la que, estaba segura, debería crearse ese vestido, era muy difícil de reproducir sobre el papel; con muy tenues toques de gris, reproduciendo sombras y contrastes, daba vida a la suave tela brillando a la luz de la luna…


Dio una última sutil pincelada, y dejó el pincel dentro de un frasco lleno de agua para que se limpiara. Se tomó largos minutos para inspeccionar su obra, plasmada en el papel de frente y detrás. Era un vestido de boda, y aunque al principio tenía la intención de hacerlo recargado y llamativo, se había dejado llevar por el silencio y la quietud de la noche, y había terminado creando un modelo sumamente sencillo. Era una única pieza que por el frente, nacía desde los hombros, apenas por debajo de la línea del cuello, y caía, afinándose en la cintura natural de la figura de la mujer y apenas se abría para caer con naturalidad hasta el suelo. No tenía cola, pues la tela caía sobre el suelo, derramándose en él, en toda su circunferencia. Se dijo que eso sería un inconveniente, pues se ensuciaría con rapidez, pero desestimó el tema de inmediato, no era su problema. Hasta allí, no era gran cosa, pero por detrás, la espalda era totalmente descubierta, creando un escote profundo que terminaba en un pico. De una cadena de plata, cuyos extremos nacían desde las tiras del vestido, pendería un único rubí en forma de lágrima justo en la mitad de la espalda.


No era sencillo, era absurdamente sencillo. Todo dependería de la tela y de la prestancia de la modelo que lo llevara. No podía ser cualquiera y ya, tendría que ser alguien cuya sola presencia impusiera. Si dependiera de ella…


Detuvo sus pensamientos abruptamente. No dependía de ella. No le interesaba si el diseñador a quién le vendiera el modelo lo arruinaba fabricándolo con telas burdas o adjudicándoselo a una modelo que no estuviera a la altura de él.


Se levantó de la mesa de trabajo y se dirigió hacia el escritorio, atravesando la habitación con sus largas zancadas. Se sentó y acercó el portátil; el reloj indicaba que eran más de la siete. Levantó una ceja, había trabajado durante toda noche. Abrió el mail que le había llegado y lo leyó.


De ninguna manera me reuniré al mediodía a almorzar. ¿Qué parte de “no pienso hablar contigo” es la que no entiendes? —miró el reloj una vez más, y tecleó la respuesta, negándose nuevamente a ese horario.


Pulsó enviar y volvió a observar la hora y la fecha. La fecha sobre todo. Se recostó sobre el respaldo del asiento y se quedó observando fijamente la pantalla del portátil, aún después de que se pusiera el protector de pantallas, una diapositiva de paisajes idílicos. Sólo cuando pasó una imagen de una multitud caminado por la Quinta Avenida, lo recordó.


Hoy se cumplía un año.


Ningún movimiento o expresión delató lo que ese recuerdo provocaba, sólo su piel, erizándose.


Lo había olvidado. Durante algunas horas había olvidado completamente todo. No sabía si eso era bueno o malo.


Malo. Por supuesto que es malo —se espetó con un tono de reproche.


Abrió el cajón del escritorio, quitó el falso fondo y tomó una foto que había guardado allí como castigo cuando sentía el anhelo de observarlo, como una pequeña concesión cuando la culpa la agobiaba.


En este momento, definitivamente era la culpa la que la aporreaba con crueldad.


Guardó la fotografía, colocó en su lugar el falso fondo y cerró el cajón. Cerró los ojos y dejó caer su rostro sobre sus manos. Hacía un año, estaba segura de haber hecho lo correcto. Maldita sea, ayer estaba segura de haber hecho. ¿Por qué ahora se sentía como la basura más grande del mundo?

Se sobresaltó cuando el celular comenzó a sonar. Se refregó el rostro con las manos, intentando despejarse y respondió.


¿Sí? Acabo de mandarte un mail… —suspiró mientras escuchaba el discurso del otro lado. Había pasado millares de noches en vela, pero hoy por primera vez le pasaba factura.

No lo haré —exclamó con un tono en la voz levemente cortante.


Caminaba de un lado a otro de la habitación, un estudio con amplios, e iba descorriendo las cortinas negras que cubrían los grandes ventanales y que ahora dejaban entrar la luz del amanecer que atravesaba el pantano, que se derramaba sobre un enorme escritorio antiguo, en una punta, y una enorme mesa de trabajo con materiales de pintura y dibujo, regados de hojas, dibujos, pinceles y carboncillos, y en el centro de la habitación, justo frente a los ventanales, un caballete con un lienzo en blanco; cubría con rapidez la extensión de la habitación gracias a las zancadas de sus largas piernas, enfundadas en unos jeans azules. Su amplia blusa de estampado animal print se elevaba tras ella. Sostenía el celular con una mano y mientras escuchaba la respuesta de su interlocutor, ponía los ojos en blanco.


Tío, yo te entiendo todo lo que tú quieras, pero no me reuniré a esa hora. Estaré en la puta París a medianoche, si quieres, pero no cuentes conmigo para almorzar —su voz era monótona, casi tranquila. Bufó—. Posen, no soy yo quien necesita de ti, eres tú el que necesita de mi. Avísame cuando entiendas de razones —agregó, y sin más le cortó.


Se dirigió hacia su escritorio y dejó allí el celular, para tomar su agenda; buscó la lista de trabajos pendientes, donde especificaba los detalles de cada uno, y tachó con rojo brillante el trabajo que le debía al diseñador con el que acababa de hablar. Que se buscara a otro que le hiciera el trabajo difícil.


Se alejó del escritorio y se dirigió a la mesa de trabajo, para buscar una carpeta donde guardar el bosquejo del vestido de novia; mientras buscaba, tomó una carpeta que contenía otros bosquejos de algunos modelos. Sacó uno se quedó mirándolo fijamente, mientras lo examinaba en busca de algún error o falla, algo que no cuadrara. Tenía que terminar esa serie pinturas para la semana próxima, pero ahora mismo no se sentía con ganas de pintar, ya no. Era una tarea que requería dedicación y absoluta concentración.


La puerta de su estudio se abrió, y una jovencita asiática entró, llena de la energía y vitalidad que a ella le faltaba.


Bueno, Ness, ya tengo los pasajes para Nueva York y los pases para la New York Fashion Week. Y digo “pases”, en plural, porque no pienso perdérmelo —sacó una tablet del bolsillo trasero de su pantalón y tecleó en la pantalla—. Salimos el domingo por la noche, llegaremos a la madrugada, pero como el evento no comienza hasta el lunes en la noche, tendremos tiempo suficiente para descansar y, quizás también, pasear por la Quinta Avenida. Quiero compras —mientras hablaba, se sentó en una silla frente al escritorio y apoyó los pies en él mientras seguía tecleando en su tablet. Los primeros acordes de Smell Like Teen Spirit comenzaron a sonar en el aire. La joven se acomodó los lentes de grueso marco negro y sacó del bolsillo de su camisa roja un BlackBerry—. ¿Hola? Sí, ella habla. Ajam… Mmm… No deberías haberle dicho eso. Sabes que es algo sensible… Ajam… Podría, pero no lo hace. Por supuesto que es un grano en el culo… ajam… pero lo vale. Ok, hablaré con ella. Te comunicaré de su decisión. ¡Bye! —Colgó y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de la camisa—. Deberías ser un poco más diplomática, ¿sabes? Ya te he dicho que debes inventar excusas creíbles para los clientes, de ser posible filantrópicas, para explicarles por qué no puedes reunirte con ellos. Tus versiones poco educadas de “porque no se me da la gana” no entran dentro de la categoría de excusas creíbles. Poniéndote terca y desagradable no lograrás gran cosa. En fin, Posen espera que el proyecto siga en pie. Llámalo.


Nessa siguió observando el dibujo un minuto más, y asintió cuando decidió que tenía falla. Lo había hecho hacía dos noches, pero no recordaba muy bien la situación, así que debía controlar los detalles. Guardó el dibujo y cerró la carpeta.


¿Por qué vamos a ir a la NYFW, Kwan?

Porque tú me dijiste que debías ir. Oye, ¿cuándo vas a aceptar mi solicitud del Candy Crush Saga? Necesito vidas.

Búscate una vida, Kwan.

Mira quién habla —la joven levantó apenas una nalga, sacó de allí un chicle, lo desenvolvió, se lo metió en la boca, lo mascó groseramente y luego hizo un enorme globo con él hasta hacerlo explotar.


Park Kwan Hye, o Kwan Park para los norteamericanos, era una joven de veinticuatro años, hija de unos inmigrantes coreanos dueños de una pescadería cercana al puerto de Nueva York, era la única persona en la actualidad que no temía hablarle con semejante desparpajo. La joven siempre había aspirado a entrar dentro del mundo del modelaje y la alta costura, y de hecho tenía títulos en peinado, maquillaje, diseño de indumentaria y varias cosas más por el estilo que no se había molestado en memorizar. Nessa había estado sentada en la mesa al aire libre de un café de la Quinta Avenida, el lugar favorito en el mundo de Kwan, y hablando por teléfono con un diseñador acerca de un trabajo. Kwan había pasado por allí y oído lo suficiente de la conversación como para detenerse y seguir escuchando. Una vez cortó, se acercó a ella, se presentó y le comunicó que era su nueva asistente. Pero eso no había sido lo más increíble de la situación: más lo había sido que ella se encontrara asintiendo a la muchachita e invitándola a sentarse a su mesa. Desde ese día, Kwan había sido una constante de su vida, algo de lo que no habría podido despegarse aunque hubiese querido. Y no porque no hubiese querido, sino porque ella no había querido.


He estado distraída… —fue hasta la mesa de trabajo y tomó el bosquejo sobre el que había estado trabajando durante la noche. Se acercó adonde estaba Kwan y se lo mostró—. ¿Qué opinas?

¡Oh, Ness…! —la muchacha tomó el dibujo con menos cuidado del que debería y se incorporó, apoyando de nuevo los pies en el suelo—. Es precioso… Dios, si alguna vez llegara a casarme, cosa que no creo, querría exactamente esto. Claro que nunca tendré el cuerpo como para poder vestirlo adecuadamente, me faltarían algo así como treinta centímetros de altura, pero es tan jodidamente fantástico… —hizo un globo con el chicle hasta reventarlo.


Nessa le quitó el diseño antes de que pudiera mancharlo y esta vez sí, lo guardó en una carpeta.


Muy bien, estorbo, iremos a Nueva York. Ve a preparar lo que tengas que preparar que yo prepararé lo mío.

Y una vez allí, te reunirás con…

No me presiones, chica —la cortó—. O te mataré mientras duermes.

Awww… -haciendo un ruido incierto, se acercó a ella y le pellizcó un cachete—. Eres un encanto, Ness —le lanzó un beso al aire—. Si al mediodía sigues encerrada aquí gruñendo, entonces me pasaré a almorzar contigo, sino nos veremos mañana a la mañana para  discutir detalles. ¡No frunzas mucho el ceño o te arrugarás! ¡Bye!


Y se fue tan rápido como había llegado.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Uno





Los Angeles

Enero de 2013



Se separó del vano de la puerta de la habitación y se alejó, tan en silencio como había llegado, de los chillidos, chirridos, gritos, bufos, gruñidos y demás sonidos.


¿Qué más podría haber hecho? ¿Entrar, separarlos, ponerse a gritar, insultar, llorar, humillarse? ¿Golpearlos, lastimarlos, cortarles alguna parte fundamental de su anatomía? ¿Matarlos? Podría hacerlo, seguro que sí. Le había costado lo suyo encontrar al cabrón, había tenido que contactarse con gente que hubiera preferido no volver a ver, reclamar favores, deber otros tantos, lamer un montón de culos... Para encontrarse con esto. Pero había sido su elección buscarlo. Asumiría las consecuencias de sus acciones.


¿Eso que se oía era un rebuzno?


Negó con la cabeza, sorprendida por la variedad de sonidos que oía. ¿Sería alguna clase de fetichismo? Lo que fuera, era obvio que les resultaba muy bien, dado que los había observado por, al menos, cinco minutos y no se habían percatado de su presencia.


El por qué le resultaba consolador que el sexo pareciera satisfactorio para ellos era una cuestión que prefería no analizar.


“Si vas a abandonarme y traicionarme, tío, por lo que menos, que sea un polvo que valga la pena”.


Atravesó la suite y abrió la puerta para salir. Al cerrar, no puedo evitar dar un portazo. Un pequeño acto de mezquindad que no podía negarse a sí misma.  Joderles el interludio de alguna manera. Se dirigió caminando con paso rápido hacia las escaleras de servicio. Una camarera que subía cargada con lo que parecía un montón de sábanas para lavar, se sorprendió al verla bajar.



Señora, no puede estar aquí…


La ignoró y siguió bajando hasta llegar a una zona común donde el servicio de habitaciones organizaba sus actividades. Atravesó el lugar hasta llegar a la parte de los camerines, siempre ignorando a la gente, y de allí a un pasillo oscuro que conducía a la calle, a un callejón trasero del hotel.

Una vez fuera, sacó de su bolso unas gafas con cristales espejados y se las puso. Dio la vuelta al edificio y caminó dos calles, hasta donde estaba estacionado su auto. Al subir, arrojó el bolso al asiento del acompañante y se quitó los lentes, que puso sobre el bolso. Alargó la mano para acomodar el espejo retrovisor y al retirarla, se quedó con la mirada fija en el par de ojos que la observaban desde el espejo.


Será mejor que esta vez hayas aprendido algo, tía. Si se te vuelve a dar por enredarte con alguien, te pego un tiro, ¿entiendes?


Vio como la mirada en el espejo ponía los ojos en blanco. Puso en marcha el auto y se dirigió al hotel en donde estaba hospedada. Mientras conducía por la soleada Beverly Hills –y como odiaba Los Angeles- pensaba qué hacer a continuación. Había suspendido su propia vida durante los meses que duró la búsqueda.


Entró al estacionamiento del hotel y aparcó el coche. Esta vez usó el ascensor para subir a su propia suite. Colgó su bolso en el perchero, se quitó el abrigo y se dirigió a la habitación para colgarlo en el armario. Y se arrojó en la cama. Se quitó los zapatos de una patada enojada. Y se refregó la cara con las manos. Se permitió ese pequeño gesto de debilidad.


De nuevo, había vuelto a confiar en alguien más aparte de sí misma. Y de nuevo, se había encontrado sola sin motivo ni razón. Sin una puta advertencia. ¿Qué les pasaba a los tíos que ni siquiera eran capaces de decir “adiós”? “Lo siento, nena, pero no eres la que conocí”. “No eres tú, soy yo”. Vamos, cualquier tópico de mierda que se usara, ¿no podrían tomarlo prestado?


No, sencillamente desaparecían y ella se quedaba esperando como una idiota a que volvieran. La primera vez, al menos. En esta oportunidad, quería la confirmación de que todo había terminado, por eso se había puesto en marcha y había comenzado la búsqueda. Y de ahí el sonoro espectáculo en el otro hotel.

¿Por qué sólo sentía fastidio ante el hecho de tener que hacer nuevo planes para ella? No había dolor, sólo… ¿no podría haberle dicho antes de irse? Ahora llevaba meses de atraso en sus planes. No porque tuviera alguno, pero podría haberlos tenido si aquel bastardo se hubiera molestado en mandarle por lo menos un insignificante sms, ya se habría quitado esa fastidiosa tarea de encima y tal vez, ya estuviera haciendo lo que fuera que hubiera planeado hacer.


Muchas gracias, cabrón.


Pero hacerlo unos meses antes o hacerlo ahora, la cuestión era la misma. De nuevo, tenía que volver a empezar. Cómo jodía. 

"Velo por el lado bueno", pensó. "Esta vez, la decisión está en tus manos".





Seis años antes…


Llevaba horas en la azotea de un edificio en construcción. El rifle estaba listo, la mirada atenta, el cuerpo en tensión. Acechaba. Esperaba por su presa. El sol comenzaba a bajar y le daba ahora en la espalda, facilitando su visión. Volvió a analizar el viento, hizo cálculos, reajustó y volvió a esperar.


En la mira tenía las puertas de un centro comunitario, donde se estaba dando una conferencia sobre el tráfico de personas. Cómo reconocer a las víctimas, cómo ayudarlas, con quién comunicarse, qué hacer si no se recibía respuesta de las autoridades. A quién recurrir si habías logrado salir de allí, como volver a reinsertarse en la sociedad. Como prevenir ser víctima.


Quién daba la conferencia era una mujer albana, de cincuenta y cuatro años de edad, un metro sesenta y ocho, ochenta kilos, cabello corto, castaño oscuro, teñido. El día de hoy vestía un traje de dos piezas color gris perla, camisa blanca, zapatos de tacón bajo, negros; bolso a juego. Abogada, esposa, madre abnegada, buena samaritana, luchadora incansable, presidenta de una ONG, defensora de las víctimas de la trata de personas. Seguramente, merecedora de varios Nobel de la Paz.


Su pase a la libertad.


En su trabajo, trataban de ir siempre contra los malos. Siempre estaban a favor de los intereses del que pagara más. En la medida de lo posible, trataban de no ir a por el bueno. Aunque había excepciones, y esta era una de ellas.


Si de repente a alguien, digamos, por ejemplo… ella, si se le daba por mandarlos a todos a la porra, que te vaya bonito, vayan por la sombra y si te he visto, no me acuerdo, no era tan simple como eso. Había que pagar un pase de salida. Y siempre el precio era tu conciencia. O, según como lo vieras, tu alma.


La intención era que al ver lo que se te exigía por salirte, retrocedieras, dieras marcha atrás, te arrepintieras. Y nunca más volvieras a pensar en eso. Y si lo hacías, que lo hicieras con temor. Apelaban a los ideales, tocaban tu corazón, ese que hasta ese momento, te exigían que carecieras para poder cumplir con tu deber de manera satisfactoria.


En resumen, los trataban como a un hatajo de idiotas. Títeres sin voluntad, robots que programaban para cumplir con los altos estándares de exigencia impuestos. Eran armas en manos de algo más grande que ellos mismos.


Por regla general, su trabajo se basaba en que el fin justificaba los medios. El mal de uno, era el bien de muchos. Sí, bueno… no.


Sinceramente, en esta oportunidad, se cagaba en el bien de quien fuera, muchos o pocos, salvo el suyo propio. Lamentaba el mal que podría tocarle a otros cuando cumpliera con lo que le habían mandado a hacer, pero lo cierto era que se podía sobrevivir a ello. Si tenías agallas, lo hacías. Punto. Y si no… El más fuerte vive, el más débil muere. Era la ley de la selva.


Y ella no estaba dispuesta a poner en duda lo que era: fuerte. La jodida punta de la pirámide alimentaria. El bicho que se los comía a todos.


Por un momento, se perdió en sus pensamientos, confundida, sin saber si se refería a su pasado o a su presente. Pero cuando se abrió la puerta del centro y la gente comenzó a salir, todo se borró de su mente, salvo su misión.


Ubicó a su blanco –ningún nombre, no ahora, ya no importaba- volvió a medir la distancia, el viento, calculó los factores, posibles obstáculos, cumplió el procedimiento. Si lo hacía, estaba afuera. Sacrificaría su conciencia, tal vez su alma. La verdad, no veía la diferencia entre esto y cualquier cosa que hubiera hecho antes. Era un títere de otros. Bailando al son de la música que le imponían. Al carajo con todo.


Fijó el blanco.


Apretó el gatillo.


Cortó los hilos.